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lunes, 3 de octubre de 2011

Honor y raza

El día que cumplí 21 años, papá me hizo dos regalos: Por la mañana me dio las llaves de un Aston Martin descapotable que tardé menos de dos meses en perder en una timba de poker. Por la tarde se encerró en su despacho, se metió el cañón de su Colt M1911 de coleccionista en la boca apuntando hacia su podrido cerebro y se levantó la tapa de los sesos. Dos años después, y teniendo en cuenta lo poco que me duró el primer regalo, no resulta muy difícil deducir que he disfrutado mucho más el segundo.

Papá nos dejó a mi madrastra, una refinada putita apenas cinco años mayor que yo, y a mí terriblemente desconsolados. Tanto que sólo encontrábamos soportable la idea de seguir viviendo a base de follar como salvajes en el lecho que habían compartido los últimos tres años. No puedo por menos que alabar el gusto del viejo: Aquella zorra sabía bien lo que hacía. De hecho, me sorprendía que el viejo no hubiera sufrido un infarto en todo ese tiempo. Luego recordé que para sufrir un infarto es condición indispensable el poseer un corazón, y ahí es donde papá había jugado siempre con ventaja.

La lectura del testamento fue bien. Mamá había tenido la decencia de morir de asco unos años atrás, así que mi hermana y yo heredamos la fortuna familiar a medias. La putimadrastra heredó también algo simbólico, y había comprado ya a base de mamadas su derecho a quedarse en la mansión, así que todos salimos sonrientes del despacho del notario. Una familia feliz, a pesar de las adversidades.

Pero la felicidad no dura eternamente. A los quince meses de la desaparición de papá, mi madrastra anunció su estado de buena esperanza en el trascurso de una comida con mi querida hermana y el eunuco de su marido. Mi hermana puso el grito en el cielo mientras su marido pareció encogerse hasta desaparecer. Reconozco que es una cualidad que siempre me ha producido una cierta envidia: Es tan anodino que nadie repara en su presencia. Tras los gritos vinieron los llantos, sobre todo de la putita que no podía creer ni las amargas palabras de reproche de mi hermana ni mi falta de reacción ante ellas para defender su "honor". O el mío, ya que estábamos.

No hubo manera de convencerla para que abortara, así que mi hermana, que por algún extraño motivo estaba empeñada en no mancillar la figura de papá, organizó un complicado plan para convencer a todo el mundo de que nuestra madrastra se había inseminado con semen de nuestro honorable padre guardado en una clínica de fertilización just in case. Como yo me parecía razonablemente a papá, nadie comentaría mucho más de lo que ya se rumoreaba. Y pagando lo suficiente a médicos y paparazzi, la historia colaría.

Yo me encontraba aterrorizado ante la perspectiva de ser padre; sin embargo, la de ser hermano mayor se me antojaba mucho más atractiva, así que abracé con entusiasmo el plan. Habría que reunirse con los abogados y ver cómo se repartían los bienes ahora que había otro heredero legítimo, y eso implicaba que mi hermana y yo perderíamos parte de la herencia en favor de mi pequeño bastardo, pero ella seguía insistiendo en que el honor familiar era más importante que el dinero, y a mi, la verdad, me daba igual pues, aún mermada, mi herencia era indecentemente abultada.

Así pues, la prensa narró la desgarradora historia de una joven viuda que por amor a su difunto esposo había decidido darle un hijo póstumo, y los dos hermanos, hijos del finado, que la apoyaban en su aventura aunque eso supusiera renunciar a parte de su importante fortuna familiar. Sobornando a las publicaciones y cadenas de TV adecuadas, el gran público se lo tragó, mentira a mentira. Nos convertimos en una especie de santos modernos y hasta se nos perdonó que fueramos asquerosamente ricos por unos meses.

Tras un embarazo particularmente aburrido y quejicoso nuestra querida madrastra se puso por fin de parto. La llevé a una carísima clínica donde pagando lo suficiente se certifica lo que haga falta, y mi hermana se reunió conmigo en la sala de espera, tras atravesar la nube de periodistas que aguardaba en el exterior. Me dio un beso mientras decía con su dulzura habitual que si volvía a dejar preñada a nuestra madrastra me cortaría la polla ella misma con una cizalla oxidada. Su marido, que de castraciones debe entender un rato, soltó una risita. Es curioso, no le había visto entrar.

Al cabo de un rato el médico salió a decir que todo había ido perfectamente, y que podíamos entrar a conocer a nuestro "hermanito". Parecía cansado y tenía una expresión extraña en el rostro. Entramos en la habitación sin hacer ruido para no molestar a la recién parida, que descansaba recostada sobre un montón de almohadones con la cabeza vuelta hacia la ventana, o al niño, que dormía en su cunita. Mi hermana se acercó a cogerlo en brazos. Se ve que hasta las arpías de manual como ella tienen instinto maternal, qué cosas. Pero antes de llegar a la cuna abrió mucho los ojos, ahogó un "hijade..." y tras girarse rápidamente, abofeteó a nuestra madrastra con todas sus fuerzas. La zorrita, sin duda agotada del esfuerzo del parto, no intentó ni defenderse. Mi hermana después arrastró a su marido fuera de la habitación, se oyeron chillidos en el pasillo y varias voces que intentaban calmarla, entre ellas la del doctor.

No tenía la menor idea de cómo consolar a mi madrastra, que lloraba como una niña pequeña en la cama. El bebé, tal vez por simpatía, rompió también a llorar, lo cual hizo que me volviera y me asomara sobre la cuna. Mi carcajada resonó por todo el hospital. Se puede comprar todo el honor familiar del mundo con dinero, siempre que se pague a las personas adecuadas: Papá había sido frío, calculador, traficante de droga, político corrupto, un perfecto hijo de puta hacia su familia y un ser humano despreciable desde la punta de su retorcida cabeza a los pies carentes de meñiques merced a un desafortunado malentendido con la 'Ndrangheta. Todo eso no le había impedido ser, como vulgarmente se dice, "un pilar de nuestra sociedad"... Pero, hasta donde yo conseguía recordar, papá nunca había sido negro.

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